Más o menos me situé a la altura de donde clavaba su sombrilla en la roteña playa de La Costilla. A veces con Luis, su marido. A veces, sola. Ambos enfrascados en absorbentes lecturas.
Ahora sí ; ahora me atrevía a acercarme. Turbar entonces su ensimismamiento lector o su chapuzón anulaba cualquier intento de convertirme en un groupie, en un meloso fan a la caza del acta notarial que certifica un inmortalizador selfie.
Reconozco que me hubiera gustado tener una foto con ella, pero en esos momentos precisos, Almudena era un nombre de playa, y la playa, para algunos, es una biblioteca de sol, de agua, de brisas y de azules. Silencio, por favor.
Ya no la volveré a contemplar desde la orilla o el Paseo Marítimo. Pero la emoción de sentirme cerca de una persona especial la seguiré gozando a través de su mundo literario, un mundo poblado de humanidad doliente y turbia, de mujeres audaces, hambrientas de libertad, de personajes cegados por sus pasados. Un mundo que sembraba palabras, las mismas que siguen ahí resguardadas para siempre bajo su sombrilla literaria.
Sus libros seguirán por siempre sirviéndonos de sombra maternal contra una acalorada vida que en demasiadas ocasiones nos arrebata el oxígeno y derrite nuestros corazones, a veces helados; a veces chamuscados. Ese vaivén que sólo acaba con la muerte y esa muerte que acaba con todo.
Menos con las palabras, aquéllas que resisten bien los aires difíciles, por mucha furia que malgasten contra las que ha dejado escritas Almudena Grandes.