Ciento ochenta y seis escalones. Tenían que subir ciento ochenta y seis escalones cargados en una mochila de madera con un bloque de piedra que pesaba unos cuarenta kilos. El peso corporal de cada preso no superaba los cuarenta o cincuenta kilos. ¿Destino final de esas enormes piedras de granito? Sirvieron para pavimentar la ciudad austriaca de Linz, lugar donde se crió Hitler.
El comandante del campo de concetración, Franz Ziereis, gustaba de asistir a ese espectáculo cruel en compañía de su enorme perro dogo. Los presos esclavizados no sólo temían que sus fuerzas les abandonaran definitivamente durante la mortal ascensión, sino que a su extrema debilidad se sumaba el pasatiempo favorito de ¿un ser humano? uniformado e investido del poder de Dios, poder de vida y muerte: de vez en cuando, y para animar la fiesta, el comandante Ziereis azuzaba a su dogo arrojándole una pelotita escaleras abajo, con su mole animal empujaba a los presos que perdían el equilibrio y caían rodando por la escalera de la muerte en compañía de otros presos que no podían evitar la avalancha de perro, hombres y bloques de granito entre las risotadas de los guardias que celebraban así el macabro sentido del humor de su comandante.
Todos los testimonios de los supervivientes de Mauthausen convienen en destacar a los numerosos españoles allí ingresados como auténticos héroes que no desfallecieron ante la maquinaria del terror nazi. Esos republicanos exiliados y por azar aciago del destino recluidos en ese campo de concentración se organizaron desde el principio y constituyeron una fuerza de choque para resistir mejor la adversidad, la hambruna, los castigos físicos y fueron de primordial ayuda para presos de otras nacionalidades huérfanos de solidaridad humana. Quién lo iba a decir, esos republicanos que pagaron tan caro su individualismo y falta de disciplina frente a los franquistas, convertidos en un modelo de organización en el peor de los sitios.
Con catorce años, cuando trabajaba en una fábrica de pastelería, bollería y panadería, me fascinó saber que el padre de mi admirado y querido encargado estuvo preso en un campo de concentración. Fue lo único que pude sonsacar al sr. Antonio. No le gustaba hablar del pasado de su padre. Siempre he gozado de la simpatía protectora de mis inmediatos superiores. No sé bien por qué. He debido desprender siempre un halo de vulnerable huérfano dickensiano al estilo de Oliver Twist.
El caso es que siempre contaba conmigo para amenizar el escaso tiempo libre del que disponía ( me llevaba de camping, me invitaba a jugar al frontón valenciano) y muchas veces le correspondía ayudándole con faenas extralaborales. Un buen día me pidió ayuda para trasladar un frigorífico. Nos fuimos a su pueblo natal, el castellonense pueblo de Segorbe. Y por fin conocí a su padre. Me conmocionó estar frente a un héroe republicano que sobrevivió a los horrores de un campo de concentración. En un poyete de piedra a la entrada de su casona tomaba el sol plácidamente junto a….un perro dogo. Eso no era un perro, era un caballo. La verdad es que imponía y aunque estaba sentado sobre sus patas traseras casi me llegaba al pecho. Su saludo al verme fue
- “pots tocar-lo, no tinguis por. Pots tocar-lo, no tinguis por..” ( “puedes acariciarlo, no tengas miedo”), y lo repitió una vez más, y una cuarta…, hasta que d. Antonio me cogió del hombro y me hizo pasar al interior para cargar el frigorífico.
- “padre tiene la cabeza ida, no te preocupes. El perro no hace nada. Sólo le gustan esta clase de perros. Este es el segundo que tiene ya”
D. Antonio se despidió de su madre cariñosamente con un beso, y a su padre le posó la mano sobre su hombro con un “ hasta luego, padre. No dé guerra a madre”. Su padre tuvo tiempo una vez más de repetirme “ pots tocar-lo….”
El viaje de regreso a Valencia se vio envuelto en un extraño mutismo que no alcanzaba a comprender, y eso que ya de por sí mi encargado era lacónico por naturaleza.
Pasaron los años. Me despedí de esa empresa. Me casé. Tuve hijos. Me fui de Valencia. Comenzó mi diáspora particular. Pasaron más años, d. Antonio se jubiló. De vez en cuando le llamaba por teléfono y siempre nos alegrábamos de conversar un poco y no perder el contacto. En cierta manera, fue un segundo padre para mí.
De entre los muchos libros que fueron cayendo en mis manos, por pura casualidad, me dio por leer un libro titulado “90009”, escrito por un preso de Mauthausen llamado Antonio Muñoz Zamora. Ese era el número que tenía tatuado en el brazo. Un testimonio escalofriante de un republicano almeriense de su paso por la cámara de los horrores.
La lectura de ese libro me impresionó. Y mucho más que me iba a estremecer hasta arrancarme algunas de las lágrimas más amargas que he podido derramar en mi vida. En uno de los capítulos finales, Antonio Muñoz Zamora relata que cuando los guardianes alemanes abandonaron el campo de concentración ante la inminente llegada de los libertadores aliados, se produjo una venganza contra los kapos del campo ( los kapos eran presos-capataces que colaboraban en el maltrato de sus compañeros a cambio de un régimen de vida más generoso. Así los soldados alemanes no tenían que ensuciarse las manos) Ahorcaron a unos cuantos y de la horca tampoco se libró el perro dogo entrenado por su dueño para mortificar a los prisioneros. El perro no fue parte de las apresuradas maletas del comandante y lo dejó abandonado a su suerte. Según relata el libro, el encargado de cuidar, limpiar, despiojar y alimentar y pasear al dogo era un español llamado Antonio B. ( omito el apellido), un preso español natural de Segorbe. Después de ahorcar al perro, fueron en busca de su cuidador para hacerle correr la misma suerte. Después de inspeccionar el campo, se lo encontraron abrazado al colgado cadáver del dogo llorando con todo el desconsuelo con el que se puede llorar. El grupo justiciero de españoles se compadeció de él y renunciaron a su venganza.
Entonces, lo entendí todo. Dejé pasar unos días y volví a telefonear a mi antiguo encargado. Como de pasada, en medio del intercambio banal de noticias, le pregunté si su padre ( ya fallecido en un geriátrico para ancianos con problemas psiquiátricos) había estado internado en Mauthausen. Se hizo un silencio telefónico, los famosos silencios enervantes del sr. Antonio. Pero tras unos instantes, me contestó que sí, que había estado en concreto en ese campo de concentración. Ni por su parte ni por la mía nos extendimos más sobre este asunto y proseguimos dándonos las novedades familiares.
Aquel día no conocí a un héroe republicano superviviente de un campo de concentración alemán. Aqué día conocí a una patética víctima más del horror y estoy seguro de que si sus compañeros hubieran culminado su venganza, él les hubiera estado eternamente agradecido.
El único vínculo sentimental que ese hombre mantenía con la humanidad, la última estación a la que se aferraba para no volverse completamente loco, era el amor que llegó a sentir por un perro.
Ya ni al padre ni al hijo les importará que haya contado este episodio arrancado de los millones de historias engendradass por la amarga experiencia de una tremenda Guerra Mundial. Donde estén , en el cielo, en la nada, en el limbo o dónde sea, mi comprensión para ese hombre confrontado al horror y apegado al cariño de un animal, y mi admiración y cariño indiscutibles hacia el hombre más honrado y trabajador que he conocido en mi vida, mi inolvidable encargado el sr. Antonio. Me hubiera gustado decirle que si la culpa de su padre fue exclusivamente cuidar de ese animal ningún sentimiento de vergüenza debería haber sentido nunca.
Donde estén digo ( en el cielo, en la nada, en el limbo….)…., se me ha pasado mencionar al infierno porque creo que el infierno puede muy bien arder con la yesca de la maldad humana en el breve espacio de ciento ochenta y seis escalones.
Todavía vive en mi memoria su amedrantada , débil y autista voz: “pots tocar-lo, no tinguis por..”
No tengas miedo
El comandante del campo de concetración, Franz Ziereis, gustaba de asistir a ese espectáculo cruel en compañía de su enorme perro dogo. Los presos esclavizados no sólo temían que sus fuerzas les abandonaran definitivamente durante la mortal ascensión, sino que a su extrema debilidad se sumaba el pasatiempo favorito de ¿un ser humano? uniformado e investido del poder de Dios, poder de vida y muerte: de vez en cuando, y para animar la fiesta, el comandante Ziereis azuzaba a su dogo arrojándole una pelotita escaleras abajo, con su mole animal empujaba a los presos que perdían el equilibrio y caían rodando por la escalera de la muerte en compañía de otros presos que no podían evitar la avalancha de perro, hombres y bloques de granito entre las risotadas de los guardias que celebraban así el macabro sentido del humor de su comandante.
Todos los testimonios de los supervivientes de Mauthausen convienen en destacar a los numerosos españoles allí ingresados como auténticos héroes que no desfallecieron ante la maquinaria del terror nazi. Esos republicanos exiliados y por azar aciago del destino recluidos en ese campo de concentración se organizaron desde el principio y constituyeron una fuerza de choque para resistir mejor la adversidad, la hambruna, los castigos físicos y fueron de primordial ayuda para presos de otras nacionalidades huérfanos de solidaridad humana. Quién lo iba a decir, esos republicanos que pagaron tan caro su individualismo y falta de disciplina frente a los franquistas, convertidos en un modelo de organización en el peor de los sitios.
Con catorce años, cuando trabajaba en una fábrica de pastelería, bollería y panadería, me fascinó saber que el padre de mi admirado y querido encargado estuvo preso en un campo de concentración. Fue lo único que pude sonsacar al sr. Antonio. No le gustaba hablar del pasado de su padre. Siempre he gozado de la simpatía protectora de mis inmediatos superiores. No sé bien por qué. He debido desprender siempre un halo de vulnerable huérfano dickensiano al estilo de Oliver Twist.
El caso es que siempre contaba conmigo para amenizar el escaso tiempo libre del que disponía ( me llevaba de camping, me invitaba a jugar al frontón valenciano) y muchas veces le correspondía ayudándole con faenas extralaborales. Un buen día me pidió ayuda para trasladar un frigorífico. Nos fuimos a su pueblo natal, el castellonense pueblo de Segorbe. Y por fin conocí a su padre. Me conmocionó estar frente a un héroe republicano que sobrevivió a los horrores de un campo de concentración. En un poyete de piedra a la entrada de su casona tomaba el sol plácidamente junto a….un perro dogo. Eso no era un perro, era un caballo. La verdad es que imponía y aunque estaba sentado sobre sus patas traseras casi me llegaba al pecho. Su saludo al verme fue
- “pots tocar-lo, no tinguis por. Pots tocar-lo, no tinguis por..” ( “puedes acariciarlo, no tengas miedo”), y lo repitió una vez más, y una cuarta…, hasta que d. Antonio me cogió del hombro y me hizo pasar al interior para cargar el frigorífico.
- “padre tiene la cabeza ida, no te preocupes. El perro no hace nada. Sólo le gustan esta clase de perros. Este es el segundo que tiene ya”
D. Antonio se despidió de su madre cariñosamente con un beso, y a su padre le posó la mano sobre su hombro con un “ hasta luego, padre. No dé guerra a madre”. Su padre tuvo tiempo una vez más de repetirme “ pots tocar-lo….”
El viaje de regreso a Valencia se vio envuelto en un extraño mutismo que no alcanzaba a comprender, y eso que ya de por sí mi encargado era lacónico por naturaleza.
Pasaron los años. Me despedí de esa empresa. Me casé. Tuve hijos. Me fui de Valencia. Comenzó mi diáspora particular. Pasaron más años, d. Antonio se jubiló. De vez en cuando le llamaba por teléfono y siempre nos alegrábamos de conversar un poco y no perder el contacto. En cierta manera, fue un segundo padre para mí.
De entre los muchos libros que fueron cayendo en mis manos, por pura casualidad, me dio por leer un libro titulado “90009”, escrito por un preso de Mauthausen llamado Antonio Muñoz Zamora. Ese era el número que tenía tatuado en el brazo. Un testimonio escalofriante de un republicano almeriense de su paso por la cámara de los horrores.
La lectura de ese libro me impresionó. Y mucho más que me iba a estremecer hasta arrancarme algunas de las lágrimas más amargas que he podido derramar en mi vida. En uno de los capítulos finales, Antonio Muñoz Zamora relata que cuando los guardianes alemanes abandonaron el campo de concentración ante la inminente llegada de los libertadores aliados, se produjo una venganza contra los kapos del campo ( los kapos eran presos-capataces que colaboraban en el maltrato de sus compañeros a cambio de un régimen de vida más generoso. Así los soldados alemanes no tenían que ensuciarse las manos) Ahorcaron a unos cuantos y de la horca tampoco se libró el perro dogo entrenado por su dueño para mortificar a los prisioneros. El perro no fue parte de las apresuradas maletas del comandante y lo dejó abandonado a su suerte. Según relata el libro, el encargado de cuidar, limpiar, despiojar y alimentar y pasear al dogo era un español llamado Antonio B. ( omito el apellido), un preso español natural de Segorbe. Después de ahorcar al perro, fueron en busca de su cuidador para hacerle correr la misma suerte. Después de inspeccionar el campo, se lo encontraron abrazado al colgado cadáver del dogo llorando con todo el desconsuelo con el que se puede llorar. El grupo justiciero de españoles se compadeció de él y renunciaron a su venganza.
Entonces, lo entendí todo. Dejé pasar unos días y volví a telefonear a mi antiguo encargado. Como de pasada, en medio del intercambio banal de noticias, le pregunté si su padre ( ya fallecido en un geriátrico para ancianos con problemas psiquiátricos) había estado internado en Mauthausen. Se hizo un silencio telefónico, los famosos silencios enervantes del sr. Antonio. Pero tras unos instantes, me contestó que sí, que había estado en concreto en ese campo de concentración. Ni por su parte ni por la mía nos extendimos más sobre este asunto y proseguimos dándonos las novedades familiares.
Aquel día no conocí a un héroe republicano superviviente de un campo de concentración alemán. Aqué día conocí a una patética víctima más del horror y estoy seguro de que si sus compañeros hubieran culminado su venganza, él les hubiera estado eternamente agradecido.
El único vínculo sentimental que ese hombre mantenía con la humanidad, la última estación a la que se aferraba para no volverse completamente loco, era el amor que llegó a sentir por un perro.
Ya ni al padre ni al hijo les importará que haya contado este episodio arrancado de los millones de historias engendradass por la amarga experiencia de una tremenda Guerra Mundial. Donde estén , en el cielo, en la nada, en el limbo o dónde sea, mi comprensión para ese hombre confrontado al horror y apegado al cariño de un animal, y mi admiración y cariño indiscutibles hacia el hombre más honrado y trabajador que he conocido en mi vida, mi inolvidable encargado el sr. Antonio. Me hubiera gustado decirle que si la culpa de su padre fue exclusivamente cuidar de ese animal ningún sentimiento de vergüenza debería haber sentido nunca.
Donde estén digo ( en el cielo, en la nada, en el limbo….)…., se me ha pasado mencionar al infierno porque creo que el infierno puede muy bien arder con la yesca de la maldad humana en el breve espacio de ciento ochenta y seis escalones.
Todavía vive en mi memoria su amedrantada , débil y autista voz: “pots tocar-lo, no tinguis por..”
No tengas miedo
Foto sacada por el fotógrafo catalán Francisco Boix el día en que los americanos liberaron el campo de Mauthausen. El preso que mira a la cámara es el autor del libro, Antonio Muñoz Zamora. Francisco Boix era el encargado de los reportajes fotográficos del campo, y tuvo el acierto de esconder una copia de los negativos. Fue el único español que testificó en el Juicio de Nuremberg y gracias a él se pudo juzgar a un buen puñado de oficiales nazis que negaron en Nuremberg tener conocimiento de la existencia de los campos de concentración.
El auténtico Francisco Boix ( pues sí, tiene cierto parecido Mario Casas con él)