Chicarrones del norte, porque unos chicarrones del norte con nombres y caras y físicos del norte son los que han conseguido para España la increíble proeza de ganar un Mundial de Balonmano por...¡dieciséis goles de diferencia..! ¡ Lo nunca visto en una gran Final!
Altos, fornidos, imponentes, viscerales en la celebración de sus goles..., al mismo tiempo poseedores de una elasticidad de culebras escurridizas, venenosas con cualquier hueco que vieran practicable para su mordedura goleadora, con cualquier robo de balón que les permitiera la cabalgada fulgurante y letal de walkirias barbudas con la testosterona a tope.
No salía de mi asombro contemplando esa catarata imparable de acierto y buen juego, de convicción, de fuerza sobrehumana. Me impregné tanto del entusiasmo arrollador de esos jugadores , tan majestuoso como insólito, que me dejé invadir por recuerdos recónditos.
Recuerdos que se remontan a lo que fue mi catatónica vida antes del Amargo Despertar, porque antes de ponerme a trabajar en plan dickensiano en un horno, éste que está aquí jugaba al balonmano en el equipo del colegio. Fue solo un año, de los 13 a los 14 años, jugaba de extremo porque era un guijillas, un entecojugador que movía su esqueleto con algo de pellejo pegado en forma de carne. Mucho hueso y poca musculatura. La musculatura vendría después del AD sacando latas en el horno solo para dar color a la frase de que no hay mal que por bien no venga; pero dentro de un equipo de balonmano compuesto por compañeros más altos, más fuertes y más guapos que yo, era la sabandija del extremo que de vez en cuando sacaba el entrenador d. José el de Dibujo para dar descanso a los titulares. Más que un jugador más, era una especie de mascarilla de oxígeno.
Y ahora, la confesión. Creo que es la primera vez que lo hago. Se me había borrado de la memoria. Qué selectiva que es la jodía, cómo sabe quedarse con lo que le conviene.
La jugada que me convirtió en titular indiscutible durante el resto de temporada llegó a las seis o siete jornadas disputadas. Hasta entonces, apenas había jugado unos minutillos y, por supuesto, no había marcado ningún gol.
D. José sacó a Pachequito en funciones de bombona de oxígeno y Pachequito tuvo claro que tenía que hacer algo para reivindicarse y ese algo sería marcar un gol espectacular. Poco tiempo me daba, cinco o seis minutos y otra vez al banquillo. Tenía que aprovecharlos y estaba muy nervioso, todo lo nervioso que puede estar un chiquilikuatre de trece años para el que cualquier reto era como escalar el Everest por primera vez.
No me llegaba la pelota, nadie me la pasaba.., venga a meter goles todos menos el guijas, hasta que Cordo... ( sí, fue Cordo, ¡alabado sea el Señor!) - y creo que por equivocación- me pasó el balón. Cuando lo atrapé con garras y movimientos de oso panda no lo dudé: desde el extremo me lancé como un valiente contra el suelo con el brazo tensado y listo para el tiro; sabía que el testarazo iba a ser monumental y que lo más seguro es que no me volviera a levantar del suelo a no ser con la ayuda de un sistema de poleas o gracias a la palanca de Arquímedes., descuajaringado por todas las costuras óseas de un físico liviano, sin lastre ni almohadillas carnosas, pero el gol..., el gol lo iba a meter sí o sí. Sí o sí.
Pues no. Fue no y no.
Estaba tan nervioso que en pleno plan de vuelo, ya encarado en el aire contra la soledad del portero, al lanzar el balón se me escapó del agarrotado brazo y en vez de dirigirse contra la portería se fue el tío pelotudo al extremo opuesto, y como el portero todavía me estaba mirando a mí, la pelota la recogió mi compañero que solo tuvo que lanzarla, entrando mansamente al fondo de la red. ¡Gol..! ¡Golazo..! , gritaba d. José
Ganamos aquel partido y en los vestuarios todos me felicitaban por la jugada del partido. D. José no hacía más que dedicarme requiebros laudatorios..."¡qué pilllo, qué pícaro, cómo has engañado al portero, qué jugada, Pacheco...!". Digería esos elogios con cara de d. Tancredo, más callado que un putón verbenero, pero a ver cómo renunciaba a probar las mieles del halago confesando que fue chiripa, que mi intención era tirar a puerta, que el tiro fue una mierda, tanto que casi se sale por el lado contrario si no lo llega a aprovechar el otro compi que, casualmente, se encontraba allí justo. Pelín desviado el tiro....
El caso es que a nadie confesé la verdad. Y gracias a que no lo hice me gané el puesto de titular y a partir de ahí mi autoestima subió como la espuma. Ya metía goles y todo y además recreándome en el aire, tirándome a la piscina tras cada lanzamiento. Metía goles muy bonitos y con los talegazos que me pegaba contra el suelo con mi cuerpo de goma creo que varié la órbita terrestre.
Sé, desde entonces, que una mentira bien protegida puede dar paso a verdades maravillosas que te sacan del pozo hasta que llega la más valiosa de todas las verdades, aquélla que consigue que no te avergüences de tus mentiras.